Al alma se le apagan todas las luces y velas. No
hay hacia donde echar un vistazo o hacia donde ir. No hay senderos ni
candelabros. Un humo negro desciende y cubre el discernimiento entre el bien y
el mal, los principios y la fe, y nada se ve. Ese humo negro denso quiere que
seas parte de él. Todo está perdido y la lobreguez es un escenario totalizante,
exterminador. Todas las fuerzas de esa oscuridad te han encadenado con
convicción. Con el suicidio nada solucionas y pasas a esa tenebrosidad eterna,
final e irreversible. En esa depresión extrema empiezas a recibir claras directrices
e instrucciones de una pistola que no titubea. No hay espacio para la
racionalidad, la sensatez o el arrepentimiento. Todo se extinguió. Pensar en la
familia o en alguna belleza que nos regaló la vida es inútil. Lo que fue un
dolor y una frustración terribles se convirtió en un monstruo indomable que te
presiona, en un tirano sobrenatural que no te obsequia un respiro. El ángel de
la muerte te invita con una voz persuasiva a marcharte. Te recuerda con lujosos
detalle tus angustias y lo miserable que es este mundo. Esa voz nada te dice de
lo que te espera más allá. No te muestra las habitaciones o el amoblado de la
fogosa eternidad. En eso consiste la labor del ángel de la muerte. La mentira
es el puente que te guiará al otro lado. Si acá todo es tenebroso ¿el otro lado
es luminoso? No, no lo es. La luz en el alma la recibes aquí y te la llevas al
otro lado por siempre. El alma es inmortal. Nadie pasa de la oscuridad a la luz
por medio del suicidio. La tumba no cambia las cosas, sólo las extiende. El suicidio
no es una salvación es una condena.

