En medio de la noche y con una metralleta en la
mano, Juan Pablo II secuestró a todos los banqueros de Dios y los remitió al
tribunal de Milán que investigaba el lavado de dinero y la corrupción
financiera de las cuentas corrientes de la corte celestial. El Romano Pontífice
denunció por televisión a los cuatro vientos todos los actos deshonestos de los
cuales tomó conocimiento y no reposó hasta ver tras las rejas a todos los
malandrines de la Santa
Sede. Todos los enjuagues del Ambrosiano, del IOR, de las
empresas panameñas, del puente de Londres y de las masonerías, salieron a la
luz con el celo y el látigo del vicario del Redentor, que siempre creyó que el
artículo 11 del Tratado de Letrán es palabra de Dios y que recompensó a
Marcinkus nombrándolo cardenal in péctore, por sus preclaros y magnánimos
servicios al Todopoderoso. Ante cualquier irregularidad el papa polaco
enloquecía y no había forma de controlarlo.
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