En estos once años de ajetreado matrimonio mi
marido me insultaba todas las semanas y me golpeaba todos los bimestres,
parejo. Después de lloriquear y victimizarme, lo que más me agradaba era la
reconciliación, porque me pedía perdón con palabras libidinosas que me
conmovían entera. El sicólogo, que fuma más que yo, me hablaba de una relación
enfermiza y de que yo era adictiva, a los latigazos conyugales ¿Qué saben
estos universitarios de la fogosidad? Entre garabatos y patadas, con mi esposo
todo iba más o menos bien, hasta que en un día de furia rutinario tuvo la
pésima idea de lanzarme un agua caliente a mi cara, que estaba al alcance de su
mano en ese fatídico instante, rompiendo todos los límites de nuestra controlada
y consolidada violencia intrafamiliar, que habíamos acordado, sin vocablos. Ahora
quemada entera y con un tobillo en la morgue, ¿qué hago para que todo vuelva a
mi normalidad? Gracias a Dios el agua caliente pasó a dos centímetros de
nuestro último bebé, fruto de nuestro amor.
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