Se acercó despacio en una meticulosa operación
comando. Rubia teñida, taco alto y autorizada para hipnotizar. Hubo promesas y
una amplia sonrisa. Cuando desperté, era el poseedor de una inigualable tarjeta
de crédito y su millón feliz. Me dijo: esta tarjeta solucionará y ordenará tus
problemas financieros de una vez, es una oportunidad fantástica. Es totalmente
gratis el primer bimestre. Entre mirada y mirada fui tentado con el publicitado
millón feliz. Al parecer y sin estar en el pleno uso de mis facultades, acepté
el grandioso préstamo en comodísimas cuotas mensuales. Los cadáveres no están
obligados a seguir pagando, eso creo. Después que firmé, los ojos de la rubia
no me coquetearon nunca más, guardando un mutismo sepulcral y sospechoso. Tal
vez quería la dirección de algún confesionario o serpentinas para celebrar la
estrepitosa caída de un tarado más de esta desabrida patria. Por primera vez,
supuse que podía ser víctima de una vileza legal vivaz. El contrato tenía
timbres, letras en miniatura e invisibles. He abonado dos millones a la cuenta del martirio y todavía debo íntegro
el millón feliz y sus draconianos intereses. La tarjeta me dio status sacando a mi imaginación de la pobreza. El pago
de las cuotas me aterrizó en el cardiólogo y en un terapeuta. Al atrasarme
negocié con el siniestro gerente, amarrándome de pies y manos sin
contemplaciones. Yo no quería en mi lápida una tarjeta de crédito como causal
de mi fallecimiento. Con la fe de David continué luchando contra mi Goliat. Todos los meses, avergonzado y con gafas, me pongo en la larga fila de
los papanatas que de riguroso luto cancelan resignados las implacables cuotas
mensuales eternas. A medida que avanzo en la fila no me siento el niño sesudo
que mi abuela pregonaba que yo era. Sonámbulos y llorosos, vamos a un matadero
elegido. El gerente se ríe desde su oficina del público presente. Los dueños de
la institución financiera se reúnen en la penumbra de la noche a concebir
formas de aumentar las angustias de los clientes con más productos canallescos,
siempre tan bien manufacturados. Un abogado sin alma es el infatigable chacal
de los morosos o condenados. Los pistoleros o cobradores respiran extasiados
cuando te dejan en la calle desnudo, por el eficaz embargo. Como todos los baleados, supliqué piedad con una bandera blanca. Fue
inútil. La rubia me trata ahora como a un N.N.
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