domingo, 17 de agosto de 2014

EL DULCE DINERO DE LA TARJETA DE CRÉDITO

         Se acercó despacio en una meticulosa operación comando. Rubia teñida, taco alto y autorizada para hipnotizar. Hubo promesas y una amplia sonrisa. Cuando desperté, era el poseedor de una inigualable tarjeta de crédito y su millón feliz. Me dijo: esta tarjeta solucionará y ordenará tus problemas financieros de una vez, es una oportunidad fantástica. Es totalmente gratis el primer bimestre. Entre mirada y mirada fui tentado con el publicitado millón feliz. Al parecer y sin estar en el pleno uso de mis facultades, acepté el grandioso préstamo en comodísimas cuotas mensuales. Los cadáveres no están obligados a seguir pagando, eso creo. Después que firmé, los ojos de la rubia no me coquetearon nunca más, guardando un mutismo sepulcral y sospechoso. Tal vez quería la dirección de algún confesionario o serpentinas para celebrar la estrepitosa caída de un tarado más de esta desabrida patria. Por primera vez, supuse que podía ser víctima de una vileza legal vivaz. El contrato tenía timbres, letras en miniatura e invisibles. He abonado dos millones a la cuenta del martirio y todavía debo íntegro el millón feliz y sus draconianos intereses. La tarjeta me dio status sacando a mi imaginación de la pobreza. El pago de las cuotas me aterrizó en el cardiólogo y en un terapeuta. Al atrasarme negocié con el siniestro gerente, amarrándome de pies y manos sin contemplaciones. Yo no quería en mi lápida una tarjeta de crédito como causal de mi fallecimiento. Con la fe de David continué luchando contra mi Goliat. Todos los meses, avergonzado y con gafas, me pongo en la larga fila de los papanatas que de riguroso luto cancelan resignados las implacables cuotas mensuales eternas. A medida que avanzo en la fila no me siento el niño sesudo que mi abuela pregonaba que yo era. Sonámbulos y llorosos, vamos a un matadero elegido. El gerente se ríe desde su oficina del público presente. Los dueños de la institución financiera se reúnen en la penumbra de la noche a concebir formas de aumentar las angustias de los clientes con más productos canallescos, siempre tan bien manufacturados. Un abogado sin alma es el infatigable chacal de los morosos o condenados. Los pistoleros o cobradores respiran extasiados cuando te dejan en la calle desnudo, por el eficaz embargo. Como todos los baleados, supliqué piedad con una bandera blanca. Fue inútil. La rubia me trata ahora como a un N.N.


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